Un café con Leire

Relatos, citas, reflexiones… y alguna cosa más.

Cenizas de espectro

steampunk

El tintineo de sus espuelas retumbó en el silencio del mugriento pasillo humano mientras Hans Vinsbruk paseaba la mirada entre los desechos que, puestos en pie, esperaban. Rostros jóvenes en su mayoría, pero macilentos, demacrados y sucios. Todos vestían apenas un pantalón y algunos tiritaban de frío. Allí la temperatura era varios grados más fría que en la fundición, algo que no enmascaraba el olor a sudor y humanidad.

Se detuvo ante uno de ellos, un hombre alto y fuerte capaz de intimidar a cualquiera en una taberna de la zona baja. Hans retiró la fusta bajo su brazo y apoyó la punta en aquel rostro, forzándolo a que lo girase a un lado y a otro.

—Oh, es una excelente elección, Señoría.

Hans lanzó una mirada reprobatoria al carcelero que había hablado y éste bajó la vista.

—Cuando necesite su opinión se lo haré saber —repuso.

Vinsbruk se concentró de nuevo en su tarea. Pellizcó con fuerza las mejillas del prisionero con su mano enguantada y le obligó a abrir la boca. Tenía los dientes amarillos y su fétido aliento le hizo arrugar la nariz.

Dio media vuelta y siguió paseando por la fila. De vez en cuando se acercaba a alguno, le miraba la dentadura, paseaba la nariz por el cuello o valoraba su musculatura. El carcelero, frotándose las manos con cierto nerviosismo, no pudo reprimir un comentario que intentaba ser obsequioso.

—Puede dar otra vuelta, si lo desea.

En esta ocasión Hans ni siquiera lo miró.

—Por supuesto que puedo dar otra vuelta. Daré todas las que sean necesarias. No vuelva a abrir la boca para escupir obviedades.

El carcelero se retiró unos pasos, contrariado. Vinsbruk pasó revista de nuevo, con el repiqueteo metálico resonando a cada paso como cada golpe del péndulo de un reloj. Se detuvo frente a un joven de pelo rubio, liso y grasiento, de ojos claros, con una dentadura aceptable y un cuerpo bastante sano, a pesar de las condiciones de aquel lugar.

—¿Cuándo llegan los nuevos? —preguntó sin apartar la vista del chico.

El carcelero se acercó, servil.

—En tres semanas, aunque no serán muchos. Las victorias no han sido…

La violenta mirada de odio de Hans provocó que su voz se perdiera en un murmullo hasta apagarse. El carcelero había olvidado que no debían dar esperanzas a los prisioneros de guerra.

—Demasiado tiempo. Me llevo a este.

El joven rubio lo miró con el espanto reflejado en su rostro. Dos guardias lo agarraron inmediatamente por los brazos. Gritó y se resistió, preguntando a dónde lo llevaban y qué iban a hacer con él, pero sus chillidos enmudecieron bruscamente cuando recibió un par de golpes en la cabeza. Hans Vinsbruk subió las escaleras y se alejó de aquel hediondo lugar.

*****

El repiqueteo de las espuelas quedaba apagado por la alfombra del pasillo. Los retratos que decoraban las paredes, rodeados de recargados marcos, flanqueaban el camino como los guardias de la antesala de un rey. Rostros adustos, estirados y severos que lo miraban con altivez mientras pasaba ante ellos.

Hans siempre se sentía incómodo en aquel lugar, por eso apretaba el paso y clavaba la vista en su objetivo: una enorme puerta de madera noble al final del pasillo, tan recargada de adornos labrados como los marcos de los cuadros.

Se puso firme, alojó su fusta bajo el brazo izquierdo y golpeó con sus nudillos enguantados la gruesa puerta. Apenas se escuchó la llamada, pero antes de llamar de nuevo, la puerta se abrió con un suave siseo.

Una agradable brisa de aire caliente y seco con aromas de limón, cuero y madera quemada, acarició su rostro. Esa sí era una agradable sensación.

Entró con decisión en el amplio salón. Siempre se sentía impresionado en aquel lugar. Numerosas piezas disecadas de caza decoraban las paredes con sus cabezas, además de un enorme oso negro colocado en postura amenazante junto a los ventanales. Dos de las cuatro paredes estaban completamente cubiertas por una biblioteca con tantos libros que Hans habría necesitado un par de vidas para leerlos, si hubiera tenido interés de hacerlo. Fastuosos sillones, refinadas mesas y exóticas alfombras completaban aquel mobiliario, más propio de un palacio. Un enorme hogar caldeaba el salón y le confería al lugar una sensación acogedora, dentro de tanto lujo.

En un sillón, cercano al hogar, estaba sentado el Conde. Su rostro era tan adusto, estirado y severo como todos los que flanqueaban el pasillo, y estaba hundido en una especie de máscara que contenía alguna solución vaporosa suministrada desde un tubo que se perdía tras el respaldo. A su lado, su inseparable mayordomo mantenía el rictus apático de siempre.

El Conde hizo un gesto con la mano y el mayordomo asintió, abandonando la habitación por una pequeña puerta que había camuflada entre la decoración de la pared.

Hans tragó saliva.

—Lo ha conseguido.

El Conde se quitó la máscara para poder hablar mejor.

—¿Estás seguro de eso?

—Completamente. Se han realizado dos pruebas con éxito, señor.

Era difícil aguantar la mirada de ojos acuosos y blanquecinos del Conde. Decían que en su juventud sus ojos grises y gélidos helaban la sangre hasta al más animoso de los juglares.

—Me resulta difícil creer que un lunático incompetente como ese lo haya logrado —dijo al tiempo que llevaba la máscara a su boca y aspiraba despacio—. No me fío.

Hans no le culpaba por ello. La reputación de Von Taussen no era precisamente buena en la comunidad científica.
—He estado allí. Lo he visto con mis propios ojos. A veces ocurren cosas de difícil explicación.

El Conde miraba ahora el fuego. Se quitó la máscara con gesto ausente y ordenó:

—Bien, prepáralo todo.

—Ya lo está.

El Conde giró la cabeza bruscamente y le dedicó una de sus estremecedoras miradas. Vinsbruk se revolvió incómodo en su sitio.

—Bueno… —añadió— No sabemos de cuánto tiempo disponemos, así que he creído necesario tenerlo todo dispuesto para cuando llegue el momento.

—Coronel Vinsbruk, su meteórica carrera a los escalafones más altos del ejército dice mucho de usted. —Hizo una pequeña pausa, como si buscara las palabras adecuadas—. Es un hombre muy competente; pero vaya con cuidado. Puede que otros parezcan negligentes a su lado.

Vinsbruk asintió y, tras el ademán de despedida del Conde, abandonó el salón.

Mientras regresaba por el pasillo, no pudo evitar pensar en la situación en la que se encontraba. Si todo salía bien, sería conocedor de peligrosos secretos. Y si salía mal, sus ojos no verían otro amanecer.

*****

El tintineo metálico de las espuelas se apagó en cuanto subieron al Benz-Motor. Aquellos carruajes habían experimentado muchas mejoras en los últimos años, gracias al desvío de fondos destinados a la guerra. Las cabinas de pasajeros ya no se calentaban tanto, aunque en invierno se agradecía que los asientos cerca del motor estuvieran templados. El ruido había disminuido y ahora solo se escuchaba un suave pitido al que se acostumbraba uno a los pocos minutos.

Frente a Hans esperaba el joven rubio. Parecía otro. Limpio, afeitado, perfumado y con unos ropajes de clase alta, hubiese parecido el hijo de un importante noble si no fuese por los grilletes de pies y manos. Apenas pestañeaba, atento a todo lo que ocurría a su alrededor.

Hans le dedicó una cálida sonrisa.

—Tranquilo, muchacho. Has tenido mucha suerte.

Lejos de tranquilizarse, se tensó como si le hubiesen atizado con una vara.

—¿Por qué estoy aquí?

Vinsbruk respiró hondo y le enseñó las palmas de las manos.

—Estás aquí porque la fortuna te sonrió. Pero no seré yo quien te lo explique. Debes tener paciencia. —Hizo una pausa mientras lo observaba con aprobación—. Además, mírate. ¿Crees que algo malo te aguarda cuando te hemos vestido así?

El joven no respondió. Se encorvó un poco y se miró las manos, lisas y limpias. Unas doncellas le habían quitado hasta el último vestigio de mugre. Seguía preso. Bien vestido y mejor de lo que había olido nunca; pero preso al fin y al cabo.

Vinsbruk apoyó su espalda contra el respaldo y miró por la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes grises que amenazaban lluvia. Cada cierto tiempo aparecían y desaparecían entre las nubes algunos de los dirigibles del ejército del aire, modelos Luft-Befolger en su mayoría. Rápidos, fáciles de maniobrar y dedicados a la observación y vigilancia. Recientemente se utilizaban también para traspasar las líneas enemigas rápidamente y dejar caer algunas cargas explosivas en lugares estratégicos.

En menos de una hora habían llegado al oscuro polígono industrial de Macht-Zultun, en las afueras de la ciudad. Allí las fábricas de maquinaria bélica funcionaban día y noche y una gruesa capa de hollín cubría el marrón uniforme del ladrillo y ocultaba el brillo del hierro y el acero. Vinsbruk no pudo evitar pensar de nuevo qué ocurriría en el momento en que el carbón escasease.

Bajaron y entraron en una de las fábricas, recorriendo largos pasillos y bajando numerosas escaleras metálicas. Hans conocía el lugar, pero el joven parecía poseído de nuevo por sus temores.

Subieron a un elevador en compañía de dos hombres del Conde, que no les dirigieron en ningún momento la palabra.

—¿Dónde me lleváis? —preguntó el muchacho.

Vinsbruk sonrió y le dio una pequeña palmadita en la espalda. Los ojos del chico iban de un lugar a otro buscando inútilmente alguna salida, algún agujero por el que reptar y salir de allí.

El elevador se detuvo ante un largo pasillo de piedra que se extendía hasta una gran puerta enrejada. La anticuada iluminación a gas dejaba bastante que desear, ya que apenas producían luz suficiente para despejar las sombras. Como era de esperar, el joven se resistió, tímidamente, y los dos hombres del Conde lo conminaron a continuar.
Con la fusta bajo el brazo y sus espuelas marcando el ritmo, Vinsbruk abrió paso a la comitiva y dio un fuerte empujón a las puertas, dejando escapar del interior una nube de gas y vapores. El característico olor a grasa quemada y huevo podrido inundó su nariz, y los pitidos, siseos y silbidos del vapor pasando por las turbinas, tubos y rotores molestó sus oídos.

Allí estaba, por fin. Aquella máquina que parecía un engendro mecánico de múltiples patas, cabezas y ojos, construido por entero de metal y alimentado por carbón y vapor. Un artefacto erizado de palancas, medidores, alarmas, fuelles, tubos y calderas. Un artilugio capaz de conseguir lo que nadie había considerado posible nunca antes.

Junto al ingente aparato se encontraba una cámara, similar a un carruaje por sus dimensiones, conectada por una serie de tuberías y conductos a la máquina principal. Y allí, un poco apartados, estaban los hombres del Conde, con el apático mayordomo a la cabeza, custodiando un bulto tapado por una gruesa lona de terciopelo. Desde donde estaba apenas podía verle bien, pero el impasible mayordomo parecía más pálido de lo habitual.

Vinsbruk y sus acompañantes fueron directos hacia la menuda figura vestida con el uniforme del ejército del aire. Manejaba con frenesí las palancas, observaba los indicadores de presión y lanzaba gritos de júbilo. Aquel loco era el artífice de la máquina, un científico lunático que creía que pertenecía a la Luft-Verteidiger y que su máquina infernal era un dirigible bombardero que sembraba de destrucción campos y ciudades. Un lunático peligroso, y a la vez brillante.

—Ah, mi Coronel —dijo cuadrándose de forma ridícula ante Vinsbruk—. Me alegro de verle. Todo está saliendo según lo planeado. El plan trazado se ha seguido con meticuloso rigor y los vientos son favorables. Tenemos el combustible necesario para el trayecto y solo nos falta la carga. —El científico se inclinó hacia un lado y vio al joven—. ¡Oh, excelente! Veo que ya estamos todos. Cuando se suba la carga al dirigible nos pondremos en marcha.
A Vinsbruk le costaba estar cerca de aquel hombre. Sus pequeños ojos tras unas antiparras empañadas y su nariz larga y aguileña desentonaban en un rostro redondo y de boca pequeña. Era realmente desagradable mantener su mirada.

El Coronel echó un nuevo vistazo al ingenio mecanizado hasta detenerse en unos cilindros de cristal verdoso del tamaño de un antebrazo humano. Tres de ellos estaban vacíos pero el cuarto contenía algún tipo de gas, que se movía y fluía como mecido por una suave brisa. Entonces lo vio: el rostro del Conde apareció y desapareció como un velo ondulante y fantasmal.

Se giró para observar cómo introducían en la cámara al joven, que se resistía y gritaba, tratando de liberarse de los hombres del Conde y salir de aquel oscuro lugar. Lo ataron a la silla, le pusieron una mordaza y sujetaron su cabeza con unas correas para colocarle un yelmo de cobre conectado con numerosos tubos rugosos y cables. Los ojos desorbitados del joven se cruzaron con los de Hans y este apartó la mirada. No tenía intención de recrearse en el pavor ajeno. Suficiente había visto ya en la guerra.

Se centró entonces en Von Taussen y sus frenéticas idas y venidas a un lado y otro del engendro metalizado. Subía y bajaba palancas, pulsaba botones y tiraba de finos alambres con una pasión enfermiza, sin dejar de controlar los indicadores de presión, las bombas y los pistones. Levantó de nuevo la vista para observar aquellos extraños cilindros. El segundo de ellos empezaba a llenarse de vapor, poco a poco al principio, y con gran presión después. Le pareció ver cómo se formaba una mano y terminaba deshaciéndose al estrellarse contra la parad circular. Al mismo tiempo, el primer cilindro fue vaciándose hasta quedar completamente vacío.

Un sudoroso Von Taussen se acercó sonriente y, mientras se frotaba las manos, le dijo:

—Llegamos a nuestro destino y la carga ha sido entregada.

Vinsbruk asintió.

—No se olvide de traerme eso —dijo señalando con la mirada el tubo que contenía la solución vaporosa.

—¿Qué va a hacer con ello?

—No es asunto suyo. Su parte en este viaje ha concluido. —Miró hacia la cámara donde el joven rubio estaba atado y donde los hombres del Conde ya habían tomado posiciones. —Dese prisa.

El científico pasó la lengua por los labios y asintió ligeramente. Tomó una pequeña escalera y se encaramó para soltar y bajar el cilindro verdoso lleno de aquel gas imposible.

Vinsbruk abrió la puerta de la cámara y se colocó frente al joven. El chico reía de forma incontrolada y silenciosa con los ojos desorbitados, emitiendo un gorgoteo debido a la mordaza. Cuando se la quitaron, su risa fue creciendo, desde apenas un susurro, hasta extenderse por toda la sala, elevándose por encima de los constantes ruidos de la máquina, imponiéndose a ellos.

—Quíteme los grilletes, Coronel.

Estaba seguro de que era él, pero Vinsbruk tenía que asegurarse.

—¿Cuál es la contraseña?

El Conde entornó los ojos, algo molesto.

—«El hombre que nada teme es tan fuerte como el que es temido por todo el mundo».

Vinsbruk asintió. Dio la orden y en pocos segundos el Conde estaba libre, frotándose las muñecas con una sonrisa triunfal.

—Ha hecho usted un excelente trabajo, Coronel. Sin duda excelente. Espero verle mañana. —Y dicho eso, el Conde se fue en compañía de sus hombres, llevándose el bulto envuelto en la lona.

—Dígame, Coronel —dijo Von Taussen a sus espaldas—, ¿cuándo dispondremos de nuevo de ese ingrediente tan fascinante?

—Cuando vuelva a ser necesario. —Y con un gesto brusco, arrebató el cilindro al científico y abandonó aquel infame lugar.

Mientras caminaba por el pasillo hacia el elevador pensaba en todo lo que aquella máquina significaba. La vida no era más que eso, vapor que habitaba un cuerpo. Toda la civilización, todos los hombres, grandes y pequeños, los que morían en las guerras y los que decidían el destino de países enteros, no era más que vapor.

*****

Al desmontar del caballo y caminar sobre la tierra cubierta de hojas pardas, las espuelas de Hans Vinsbruk emitieron un apagado tintineo en la noche del bosque. Ató su corcel a unas ramas bajas de un árbol cercano y se adentró por un sendero en la espesura.

La luz de las estrellas y la luna llena le ayudaron a guiarse por el oscuro lugar, encontrando a los pocos minutos las ruinas de una pequeña construcción abandonada siglos atrás. La hiedra y la erosión del tiempo y los elementos habían hecho mella en la piedra, y un joven árbol crecía en el interior de los muros.

Esperó durante un rato, mirando todos los rincones oscuros que la luz nocturna no podía iluminar, intentando distinguir alguna sombra más oscura que las demás.

—Buenas noches, mortal.

Vinsbruk dio un respingo y casi le sale el alma por la boca. Su corazón latía desbocado. Estaba justo detrás de él. Se giró lentamente para encontrarse con aquella extraña criatura de la piel grisácea, rasgos hermosos y orejas puntiagudas. Iba cubierto con una túnica negra y se había descubierto el rostro dejando caer hacia atrás la capucha.

—Percibo que has traído el pago.

Vinsbruk asintió y, con cierta torpeza, entregó el zurrón que había traído consigo.

La criatura sonrió, dejando que un haz de luz de luna descubriese el brillo de sus dientes afilados.

—La Corte Desleal está satisfecha con nuestros tratos comerciales. Puede que más adelante quieran extender nuestra relación a otros ámbitos. Seguiremos en contacto, ¿verdad? —dijo extendiendo una pequeña bolsita de cuero oscuro.

Vinsbruk se pasó la lengua por los resecos labios en un vano intento de humedecerlos. Tomó el ingrediente para la máquina y lo guardó en uno de los bolsillos de la casaca.

—Sí, claro —balbuceó.

—Me alegro de que así sea. Hasta la próxima… —dijo el ser mientras se colocaba la capucha y se adentraba de nuevo en el bosque.

Vinsbruk tomó varias bocanadas de aire y sintió unas terribles ganas de orinar. Se dirigió con rapidez hacia el caballo y se alejó del lugar a galope tendido. Había traspasado la línea la primera vez que aceptó aquella bolsita, y ya no había marcha atrás.

Hans Vinsbruk nunca tuvo el valor de preguntarse quiénes eran la Corte Desleal ni a quién servían. No hacía falta. Comprendió muy pronto que a veces ocurren cosas inexplicables.

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11 pensamientos en “Cenizas de espectro

  1. Interesante comienzo. Me ha gustado mucho.

  2. BUCEFALO en dijo:

    Coincido plenamente con Skurn. Desde las primeras líneas ha conseguido interesarme, y el tempo me ha resultado más que adecuado. Muy buen estilo. Espero con ganas la continuación. Mis felicitaciones.

    • Gracias por vuestros comentarios. Siento decepcionaros, pero en esta ocasión no hay segunda parte. Es un relato autoconclusivo en el que se narra la parte del cambio de almas. Pero dada la buena acogida, miraré a ver si se me ocurre una forma de continuarla.

  3. ElAndres en dijo:

    Lo de la enorme máquina de vapor y el científico loco me ha recordado un poco a la película de anime de Steamboy (gran película por cierto). Es un relato ágil y que se deja leer como las primeras novelas del Elfo Oscuro de Salvatore. El toque mágico del final, teniendo en cuenta el ambiente tecnológico del resto del relato, está muy bien como contrapunto final. Una vez más felicidades.

  4. Me ha encantado la historia. Nunca había leído nada steampunk.

  5. Alita de pollo en dijo:

    No se si eres muy de videojuegos, pero si queires una experiencia steampunk a lo grande, te recomiendo Bioshock Infinite, una prueba más de que los videojuegos se han convertido en una expresión artística más.

    Efectivamente muy bueno el contrapunto final, mezclando aspectos mágicos en un entorno »tecnológico». Si hay continuación, aquí estaremos expectantes ^^

    • Sí, soy de videojuegos, pero de estrategia fundamentalmente. Aunque mi día a día no me permite poder disfrutar de ellos.

      Me alegra leerte por aquí. No creo que haya continuación, pero igual se me ocurre alguna cosa digna y saco tiempo para plasmarla.

      Un saludo.

  6. Telcar en dijo:

    ¡Ah, vaya, éste fue mi relato favorito en el reto steampunk! Enhorabuena…

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